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La formación del nuevo Gobierno en Andalucía vuelve a poner en candelero el debate sobre el cambio en el modelo productivo. Nadie supo ofrecer muchas precisiones cuando se planteó a raíz de la crisis de 2008, pero la nefasta experiencia de la burbuja inmobiliaria, el posterior hundimiento del empleo y los salarios y la convicción de que en las futuras estrategias habría que ser más sensibles con el largo plazo, llevó a proponer que el nuevo modelo tendría que ser sostenible en términos económicos, sociales y medioambientales.
Han pasado muchos años desde aquellas reflexiones, sin que se hayan sabido encontrar alternativas claras al ladrillo o frenar la precariedad laboral y el resultado es que la economía andaluza sigue siendo tan vulnerable como siempre a las turbulencias externas. Mi impresión es que hemos empleado demasiado tiempo en buscar el sector o sectores que debían sustituir a la construcción como motor de la economía y nos hemos olvidado de las reformas estructurales, imprescindibles en cualquier pretensión de cambio de modelo productivo.
Desde una perspectiva estrictamente económica, el planteamiento reformista en Andalucía debería centrarse en la sostenibilidad financiera del modelo de bienestar, en el establecimiento de un marco claro y menos intervencionista en las relaciones entre el sector público y el privado y en la reforma de las instituciones.
En sus orígenes, la economía concedió un papel importante a las instituciones a la hora de explicar el funcionamiento de los mercados, pero luego se olvidó de ellas. Con mercados perfectamente competitivos e informados y sin costes de transacción, las únicas instituciones necesarias para una economía eficiente son las que determinan el ajuste de los precios. La Nueva Economía Institucional vino a poner las cosas en su sitio, hace ahora aproximadamente medio siglo, de la mano, entre otros, de Douglas North y Ronald Coase. Las imperfecciones en los mercados son más habituales de lo que reconocían los economistas neoclásicos, por lo que sus soluciones son, con frecuencia, ineficientes y las instituciones están en el centro del problema. North se refería a ellas como «limitaciones ideadas por el hombre que dan forma a la interacción humana» y pueden definirse como el conjunto de normas que regulan las relaciones económicas.
La principal función de las instituciones es la de proporcionar a la sociedad un cuadro de incentivos que permita una asignación eficiente de los recursos y el reconocimiento del esfuerzo y la capacidad como patrones de progreso personal. Pensemos en las bolsas de empleo de organismos públicos y en las reglas por las que se decide el mejor candidato. Ante un comité de selección independiente, el candidato tiene incentivos para trabajar duramente en su formación y su currículo, pero si el comité lo integra representantes sindicales o de partidos, es probable que considere la vía de la afiliación como la más rentable. El ejemplo sirve para entender que un sistema institucional inadecuado realizará una asignación ineficiente e injusta de los recursos, además de convertirse en un obstáculo al progreso económico y social.