En el año 2007 la población mundial cruzó el Rubicón de la desruralización. Según las estimaciones de la ONU, por primera vez en la historia de la humanidad, más de la mitad de la población vivía en ciudades. El proceso, de largo recorrido histórico, comenzó en los países occidentales, los primeros que se desarrollaron y aplicaron las nuevas herramientas mecánicas a la agricultura. Sin embargo, dado que la mayor parte de la población mundial se encontraba en países subdesarrollados, muy dependientes de la agricultura, el mundo seguía siendo esencialmente rural. El reciente desarrollo de amplias zonas del planeta (eso que hemos dado en llamar los emergentes) ha acelerado el proceso que ha desembocado en ese momento histórico que debió suceder en algún momento de hace siete años.
Para nosotros, ciudadanos del primer mundo, este fenómeno posiblemente ni nos llame la atención, pues la mayor parte de nosotros hemos nacido en ciudades de mayor o menor dimensión y nuestros estilos de vida entran dentro de lo que podríamos considerar urbanitas. Sin embargo, a nivel global, este movimiento continuo de la población hacia las ciudades tiene efectos que no son precisamente inocuos. Lo más evidente es el problema derivado de la reubicación de las personas en el nuevo territorio, lo que implica ampliar las costuras de unas ciudades que, en muchos casos, no tienen medios para ello, propiciándose así el crecimiento de amplias zonas de infraviviendas y pobreza en los cinturones de las nuevas grandes ciudades.
Por otro lado, surge la problemática contraria en las zonas que emiten población. Los primeros que se van son precisamente los potencialmente más productivos: los jóvenes. Esto dificulta la continuidad de las explotaciones en las zonas rurales e induce a que se adopten modelos de producción más intensivos en capital (allí donde haya posibilidades para poderlo obtener) y más eficientes a la hora de obtener rendimientos. En la medida que los procesos de desagrarización sean más rápidos, mayor será la probabilidad de que esto suceda y de que, por el camino, se pierdan variedades locales, especies propias y conocimientos tradicionales que tan vez podrían ser de utilidad para mejorar la agricultura en el resto del planeta.
También es cierto que las zonas urbanas se convierten en un vórtice de consumo al que acceden los alimentos y, normalmente, a unos precios más elevados que los locales, lo que podría contribuir a activar los mercados agrarios nacionales, aunque esto también depende de otros muchos factores que van desde la climatología a la distribución y régimen de tenencia de la tierra.
Como se ve, se están produciendo y se producirán luces y sombras asociadas a este fenómeno. En cierta forma, este es un paso más en nuestro largo proceso de desnaturalización del ser humano, en el sentido de situarnos fuera de los ecosistemas naturales, o por encima de los mismos. Este nuevo tiempo urbano nos va a traer nuevos retos y, como casi siempre, la agricultura estará en medio de los mismos: ¿será capaz un medio rural en proceso de despoblación de alimentar a un creciente mundo urbano? ¿Contribuirá este fenómeno a la larga a una mayor visibilización de la agricultura en el mundo? ¿Será este el definitivo golpe de mano de la simplificación y homogeneización de los sistemas de cultivo? ¿Aguantará el planeta este envite ecológico? Sólo el tiempo nos despejará estas dudas.