Francisco J. Ferraro
malagahoy.es
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Las investigaciones judiciales sobre casos de corrupción no sólo están poniendo en la picota a responsables públicos, sino también a algunas de las instituciones relevantes de la vida política en las últimas décadas. Es el caso de la concertación social en Andalucía, afectada por la investigación sobre las facturas falsas de UGT o por la promoción de viviendas públicas y los beneficios familiares de los cursos de formación por parte de directivos de la CEA. El rechazo a estas prácticas parece que ha descorrido un velo de ingenuidad a los partidos políticos, que se replantean la concertación social: José Luis Sanz (PP) critica que «la Junta siga repartiendo dinero a manos llenas para tapar la boca a los agentes sociales»; Antonio Maíllo (IU) cree que la concertación «está muerta»; y la presidenta Susana Díaz que necesita «abrirse en canal».
Lo sorprendente es que el cuestionamiento se derive de las posibles malas prácticas de algunos de los agentes concertantes (lo que puede ser sancionado y corregido) y no de la precariedad de sus resultados y lo elevado de sus costes, pues cualquier indicador de eficacia pone de manifiesto que la situación de Andalucía respecto al conjunto de España no ha mejorado ni en términos de PIB, ni de renta per cápita, ni de empleo en los últimos 20 años después de siete acuerdos de concertación, mientras que hemos sufrido la crisis más intensamente que la media nacional, tenemos la mayor tasa de paro de España y nos alejamos de la media de los indicadores de la Unión Europea. Y todo ello a pesar de que en este tiempo hemos recibido cuantiosos fondos europeos, además de transferencias netas del resto de España.
Si los acuerdos de concertación no han sido eficaces en sus objetivos de mejorar la posición de Andalucía en términos de producción y empleo, en términos de eficiencia el balance es aún más negativo, pues, a pesar de que la falta de transparencia impide conocer los costes de esta política, los indicios sugieren que son milmillonarios. Costes elevadísimos para unos presupuestos públicos que, según los gobernantes regionales, son insuficientes para atender las necesidades colectivas, de donde se deriva que los costes de oportunidad en el empleo de los recursos públicos son elevados, tanto si se emplean para necesidades sociales, como si se destinan a funciones semejantes (la formación profesional, por ejemplo) pero con mejores resultados.
Una evaluación rigurosa de la concertación debería también considerar las externalidades generadas por estas políticas y, entre ellas, existen algunas muy negativas, como la sustracción al Parlamento de las decisiones sobre las políticas concertadas, las restricciones a la innovación de las políticas derivadas de la necesidad de consensuar las políticas entre organizaciones con intereses (a priori) diferentes o, las que desgraciadamente se están poniendo de manifiesto, de malversación o mal uso de los fondos públicos.
Argumentos como los anteriores los he expuesto con anterioridad en estas mismas páginas y también otros analistas los han esgrimido, pero ni la Junta de Andalucía hizo nada para evaluarlos, ni los políticos de la oposición pusieron en duda públicamente la oportunidad de la concertación, aunque en privado muchos mostraran su desacuerdo.
Un último argumento esgrimido para justificar la concertación ha sido su contribución a «la paz social», pero es un argumento falso y perverso. Falso porque un indicador de la conflictividad social como la relación entre las jornadas de huelga al año y el número de empleados nos pone de manifiesto que, para la serie homogénea disponible (2002-2012), en Andalucía se perdieron una media de 198 jornadas por huelga y sólo 103 en las comunidades autónomas españolas en los años referidos, por lo que no puede afirmarse que gracias a la concertación tengamos más paz social.
Además de falso, el argumento de la paz social es indefendible éticamente, pues parece derivarse que la concertación social (con las consecuentes transferencias a las organizaciones firmantes) es el peaje para la paz social, por lo que la sociedad podría ser chantajeada si el gobierno no se aviene a realizar los acuerdos con mayor conflictividad social.
No creo que en Andalucía existan razones singulares para que la conflictividad social sea notablemente superior a la de otras comunidades autónomas y otros países europeos. Además, cierto nivel de conflictividad social es normal, pues existen distintos colectivos y sectores sociales con intereses a veces contrapuestos, y es comprensible que a veces deriven en conflictos, por lo que en la sociedades avanzadas se dotan de marcos reguladores e instituciones que resuelven o encauzan los conflictos, pero no previo pago de canonjías a determinadas organizaciones, como tampoco lo son las subvenciones públicas a determinados colectivos laborales en función de su capacidad de generar conflictos.