Joaquín Aurioles | Diario Sur
Algunos de los sociólogos más insignes del país (Maravall, 1996; Linz, 1997; Montero y Torcal, 1998) sostenían a finales de los 90 que la legitimidad social del estado autonómico era independiente del estado de la economía. Esta afirmación se basaba en que la satisfacción ciudadana con la organización del estado de las autonomías no había dejado de crecer desde su nacimiento, incluso en los peores momentos de la crisis de los 90, aunque la tendencia se quebró con la llegada al gobierno de Zapatero y acentuó su caída tras la crisis del 2008. Se acababa de cerrar en falso la iniciativa del Plan Ibarretxe y se habían producido las primeras escaramuzas en torno a la reforma del Estatuto catalán, pero en ninguno de los dos casos las circunstancias económicas aparecían como condicionante fundamental. Con la llegada de la crisis la sensibilidad respecto de las autonomías terminará por alumbrar una mayoría ciudadana proclive a una moderada involución centralizadora, caracterizada por una creciente polarización territorial y social. En Madrid, Aragón y Castilla y León es donde más aumentan las preferencias por la devolución de competencias a la administración central, mientras que en País Vasco y Cataluña ocurre justamente lo contrario.
Desde un punto de vista social, la mayor insatisfacción se concentra en los colectivos más vulnerables a la crisis (parados, pensionistas y población menos formada), lo que viene a confirmar, por un lado, que se estrechan las relaciones entre el sentimiento autonómico y el estado de la economía y, por otro, que la heterogeneidad de sensibilidades sugiere que la insatisfacción con el modelo actual aumenta tanto entre los defensores como entre los detractores de mayor autonomía política para las regiones. En cualquier caso, se acumulan las razones sobre la pertinencia de una revisión en profundidad de las estructuras del estado de las autonomías, teniendo en cuenta que las variables de carácter económico no sólo se han convertido en relevantes con la crisis, sino que incluso amenazan con marcar la dirección del cambio. Conviene no perder de vista que la denuncia del agravio económico se encuentra en la base de la estrategia catalana hacia la autodeterminación y que el desencadenante del proceso es la resistencia del Gobierno a aceptar la exigencia de pacto fiscal por parte de la Generalitat.
Andalucía tiene la posibilidad, y también la responsabilidad, de desempeñar un papel crucial en el proceso de reforma, pero también la necesidad de resolver simultáneamente su particular versión doméstica del problema. Los andaluces siguen manifestando su confianza en el estado autonómico, pero el apoyo desciende de forma parecida al resto de España, al tiempo que aumenta la desconfianza en la capacidad de la Junta de Andalucía para sacarnos de la crisis. Los andaluces debemos afrontar, por tanto, la reforma del estado de las autonomías al mismo tiempo que nos planteamos la de nuestra propia organización autonómica y ante ambas nos encontramos en una posición de desventaja inicial.
En lo que se refiere a la reforma del estado autonómico, la posición de los dos grandes partidos en Andalucía coincide en su oposición frontal a cualquier fórmula que contemple nuevas excepciones a la regla general en materia de financiación, como los cupos vasco y navarro. Esta postura significa que la salida negociada al problema catalán se enfrenta, además de a la oposición del Gobierno, al importante escollo de la negativa andaluza a nuevos privilegios fiscales por razones de territorio.
La defensa a ultranza de soluciones equitativas está plenamente justificada, sobre todo después de conocer a través de último informe sobre fiscalidad autonómica (Registro de Economistas y Asesores Fiscales, 2014), que el sistema es profundamente injusto e insolidario y que Andalucía figura entre las comunidades más perjudicadas, pero hay que aceptar que nuevamente nos incorporamos tarde a una partida en la que ya se ha repartido las mejores cartas. No son equitativas las fórmulas que proporcionan un tratamiento similar a realidades muy diferentes, de manera que Andalucía, con un 36% de desempleo y una capacidad de generación de riqueza equivalente al 75% de la media española, quedaría gravemente discriminada en el caso de soluciones igualitaristas. La impresión, sin embargo es que a estas alturas de la partida existen algunas reglas implícitamente aceptadas y, entre ellas, la desactivación de los mecanismos de solidaridad interterritorial en el futuro modelo de financiación autonómica y la aceptación de que el esfuerzo fiscal que realizan las comunidades que más aportan a la Hacienda común debe tener algún tipo de compensación financiera, como se deduce de la publicación de las balanzas fiscales regionales, antes de abordar el diseño de nuevo modelo de financiación autonómica.
También nos dice el CIS que los andaluces pensamos que nuestra realidad política se encuentra más deteriorada que la del conjunto de España y que la económica está todavía peor. Nuevamente el aumento de la decepción con el autogobierno parece estar relacionado con la crisis económica y con la desconfianza en que la mejora pueda venir de la mano de soluciones domésticas. Sin embargo, la economía andaluza acaba de abandonar la recesión y se adentra en el que se perfila como el primer año de una recuperación lenta y difícil, pero probablemente también sostenida por la recuperación económica en nuestro entorno. Todavía quedará por despejar, sin embargo, la incógnita de lo que habrá cambiado entre la Andalucía vapuleada por la brutalidad de la crisis y la que conseguirá salir de ella.
Entre los rasgos más sobresalientes de la economía andaluza anterior a 2008 llamados a cambiar de manera radical como consecuencia de la crisis hay que destacar a tres. En primer lugar, un alejamiento voluntario de los mercados exteriores, con graves consecuencias en términos de la competitividad y de déficit por cuenta corriente. En segundo lugar, una reasignación masiva de los recursos hacia actividades relacionadas con la demanda interna y el sector inmobiliario. En tercer lugar, una creciente intervención en la economía por parte de la Junta de Andalucía que, a base de subvenciones y otros mecanismos similares, ha supuesto una permanente interferencia en el normal desarrollo del sector privado en la economía e impedido el nacimiento de una sociedad civil independiente del poder político.
Particularmente evidente está siendo el proceso de extroversión económica, obligados por la necesidad de encontrar en el exterior los mercados que han colapsado en el interior, hasta el punto de que, como ya ocurriera tras la crisis de los 90, el principal anclaje de las actuales expectativas de retorno del crecimiento lo proporcionan los ingresos por exportaciones y por turismo. Tampoco cabe confiar en una recuperación significativa del sector inmobiliario, no sólo por el exceso de oferta que todavía se mantiene en el mercado, sino especialmente por la reducida probabilidad de que el sector de la construcción vuelva a conectar con los otros dos vértices del triángulo perverso que permitió la formación de la burbuja (la financiación irresponsable por parte de la banca y la corrupción urbanística).
La mayor resistencia al cambio se produce en lo relativo a la interferencia de la política en la economía y en la sociedad civil. El extraordinario esfuerzo para intentar frenar el desmantelamiento del complejo sistema institucional desarrollado durante tres décadas se enfrenta a la cruda realidad de unos recursos financieros agotados, pero también pone de manifiesto que el verdadero reto para la autonomía andaluza no está en el cambio de modelo productivo que, al menos formalmente, han pretendido impulsar los tres últimos Presidentes, sino en una profunda transformación del entramado institucional que se ha desarrollado con la autonomía y de las servidumbres políticas que lo han acompañado. Un proceso transformador de esta naturaleza tiene que aceptar el conflicto con las fuerzas que reaccionan ante cualquier amenaza de cambio y que encuentran en la burocracia y el centralismo político y administrativo sus principales baluartes defensivos.
No señalaré a ninguno en concreto, pero cualquiera podría encontrar con relativa facilidad un buen número de países gobernados por líderes que consiguen ganar unas elecciones tras otras, a pesar de mantener al país en la miseria y a la población sin perspectivas de futuro. Sin entrar en la legitimidad y transparencia de los procesos electorales y salvando las lógicas distancias, lo cierto es que entre los factores que ayudan a entender este tipo de situaciones figura la corrupción institucionalizada, es decir, la que está legitimada jurídicamente y cuya principal contribución a la estabilidad del sistema radica en que sin ella los mecanismos sociales básicos dejan de funcionar y son sustituidos por el caos.
En “Andalucía 2020: Escenarios previsibles” (Centro de Estudios Andaluces, 2008) se apunta la conveniencia de que la responsabilidad social e individual sustituya progresivamente la cultura del amparo y la dependencia estatal y se advierte de que una injerencia excesiva de la política puede terminar impidiendo el desarrollo del capital social que tan escaso resulta en Andalucía. “La potenciación de la sociedad civil es capaz de activar muchos recursos sociales ajenos al dominio estatal y contribuye a la desburocratización imprescindible en una sociedad fluida y cambiante, que exige altas dosis de flexibilidad para llevar a cabo transformaciones”.