EL aumento de la desigualdad social en los países desarrollados es un fenómeno en aumento desde hace décadas, pero está adquiriendo particular relevancia por la superposición de los efectos de la crisis. La brecha entre los más ricos y los más pobres se ha disparado al nivel más alto de los últimos 30 años. Según la OCDE, el ingreso medio del 10% de la población con más renta en las economías avanzadas es nueve veces el del 10% más pobre. Los datos son particularmente llamativos en Estados Unidos, donde en ese tiempo la mayor parte de la riqueza la ha acaparado el 1% de las familias con ingresos medios de 27 millones de dólares al año, mientras que el 90% de la población no ha aumentado su nivel de ingresos.
También en Europa, aunque menos intensamente, ha crecido la desigualdad (el 20% de los europeos más ricos gana cinco veces más que el 20% más pobre), y especialmente en España, el segundo país europeo con mayor desigualdad en la distribución personal de la rentas. Por su parte, las economías emergentes han aumentado notablemente su nivel de renta en las últimas tres décadas, lo que ha permitido que cientos de millones de personas hayan salido de la pobreza, pero los ingresos personales en países como China siguen polarizándose.
Si bien la existencia de cierto nivel de desigualdad es un factor incentivador del esfuerzo personal, el aumento desmesurado de las desigualdades preocupa a organismos como el FMI, la OCDE, o la Comisión Europea, que observan con preocupación la sensación de marginación de muchos jóvenes y de amplios segmentos de las clases medias por las incertidumbres ante el futuro, y el malestar que genera observar el acaparamiento por pocos de la mayor parte de la renta nacional. Una dinámica que socava el contrato social de las democracias avanzadas y del capitalismo liberal, que se asientan sobre la base de que el progreso individual es posible en estas sociedades y que depende del mérito individual.
Estudios recientes en Estados Unidos, el paradigma de la movilidad social, ponen de manifiesto que el que nace en una familia que pertenece al 20% más rico tiene una probabilidad del 60% de mantenerse en ese estrato cuando sea adulto, mientras que el niño que nace en una familia que se encuentra entre el 20% más pobre, sólo tiene un 5% de posibilidad de pertenecer al estrato superior cuando sea adulto. Desgraciadamente no existen datos semejantes para España, pero podemos asegurar que la probabilidad de movilidad social es aún menor. La brecha entre la ideología de la meritocracia y la percepción de crecientes desigualdades genera efectos desmoralizadores, que producen anomia, cuando no revueltas sociales o el ascenso de populismos.
Este panorama genera preocupación en la sociedad y en algunos líderes políticos, pero si la preocupación puede ser compartida, menos claras son las causas que lo han provocado y, más aún, que puede hacerse al respecto.
En cuanto a las causas, diversos factores vienen favoreciendo la desigualdad, entre los que podemos destacar la inadecuada regulación (o desregulación) de algunas actividades, la globalización y las nuevas tecnologías. En relación con el primero hay que anotar el poder de los ejecutivos por influir decisivamente en sus remuneraciones ante la impotencia de los accionistas dispersos de las grandes sociedades anónimas o la autonomía y relativa opacidad operativa del sistema financiero, donde se concentran buena parte de las rentas más elevadas y opera con la garantía de la red pública en caso de necesidad.
Pero, como señala la OCDE, el propulsor más importante ha sido la mayor desigualdad en los sueldos y salarios, con elevados crecimientos en el estrato del 10% más elevado, y aún más del 0,1% de los empleados mejor pagados, frente al estancamiento e incluso reducción de los salarios más bajos. Este fenómeno se deriva a su vez de los efectos combinados de la globalización y del cambio tecnológico: este último permite estandarizar tareas fácilmente sustituibles, y la globalización hacer competir no sólo a empresas, sino también a las personas que realizan esas tareas en todo el mundo, por lo que la competencia global presiona a la baja a los salarios de los empleados con menor cualificación, mientras que premia a los que realizan tareas más creativas o más singulares.
Si bien algunas de estas dinámicas son imparables, será recomendable implementar cambios institucionales para corregir esta deriva que amenaza a la esencia de las sociedades democráticas, y propiciar sociedades más inclusivas, en las que la posibilidad de progreso individual vinculado al mérito personal sea una perspectiva más factible para los ciudadanos que en el presente, lo que se posibilita con políticas que favorezcan la igualdad de oportunidades, especialmente con formación de calidad, y con políticas redistributivas no desincentivadoras del esfuerzo.