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Reformas y contrareformas

QUE este país necesita reformas estructurales, no lo duda nadie, aunque existan diferencias entre los distintos partidos políticos acerca de qué reformas llevar a cabo. Pero aún existiendo diferencias, lo que tampoco puede dudar nadie con sentido común es que esas reformas se modifiquen cada dos años o, incluso aún peor, que se anuncie una reforma de la reforma en cuanto cambie el signo político del gobierno.

Esto último ha sucedido los días pasados con la nueva ley educativa. Una frase desafortunada del ministro Wert durante la defensa de la ley en el Congreso -«españolizar a los niños catalanes», aunque afortunada la segunda parte, «que vivan de manera más equilibrada lo catalán con lo español»- ha sido utilizada como arma arrojadiza por el partido socialista y los nacionalistas.

Sea cual sea el trasfondo ideológico, ningún país puede aspirar a resolver sus problemas y a generar prosperidad compartida a largo plazo, si los principales partidos no acuerdan unas bases del sistema educativo que no se modifiquen continuamente. La educación ha de ser adaptada a un mundo que cambia a un ritmo acelerado. Pero esto sucede cada 10 ó 15 años, no cada legislatura.

Al igual que la enseñanza preuniversitaria, la de las universidades tendría que ser modificada. La autonomía no puede ser una coartada para hacer lo que se quiera, sin responder a las graves necesidades de la sociedad actual y tomando las decisiones de asignación de recursos -creación de facultades, departamentos, etc.- con unos mecanismos de gobernanza que sirven para decir que somos demócratas, pero que ignoran con frecuencia la responsabilidad que las universidades tienen ante la sociedad. He conocido departamentos de humanidades, lenguas y otras disciplinas próximas con más profesores que alumnos. Si las universidades no quieren planear un futuro sostenible han de ser las consejerías de educación las que fuercen los mecanismos de decisión a través de la financiación.

Y otra reforma que vuelve a aparecer es la de la financiación autonómica. Si no fuera por el drama que vivimos, la situación sería propia de una película de los Hermanos Marx.

Ni Andalucía ni Cataluña ni ninguna otra comunidad pueden pretender disfrutar de mecanismos de financiación mejores que el resto. Pero la reforma ahora puede que se haga saltándose los mecanismos que han beneficiado a algunas comunidades. Cataluña quiere más recursos y le da igual lo que ocurra con el resto. Pero es que comunidades hasta ahora situadas en un segundo plano -Madrid y Baleares- y que aportan buena parte de los recursos que se reparten no están dispuestas a que continúe la actual situación.

El reparto de recursos entre los territorios va a ser, ahora más que nunca, un juego de suma cero -porque no hay más tarta que repartir- con el telón de fondo de una administración central que gasta el 7% del Producto Interior Bruto (PIB) entre intereses de la deuda y desempleo, que se ve obligada a desmantelar el ejército -que, sí, hay que tenerlo y dimensionado, como cualquier otro país- y un servicio exterior que es la mitad del tamaño que nos correspondería.

Hemos hecho cosas extraordinarias los últimos 30 años. Ahora estamos perdiendo el horizonte.

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