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«El futuro de la banca»

Resúmen de la Conferencia «El futuro de la Banca» impartida por Carmen Pérez

 Los bancos europeos están pasando por un momento sumamente delicado. El sector, completamente debilitado tras la pasada crisis financiera, se enfrenta a una intensa reconversión que, originada por la revolución tecnológica, está afectando de manera extraordinaria a las dos actividades que han constituido, tradicionalmente, la base de su negocio, el mantenimiento de depósitos y la concesión de préstamos. Parte del negocio se está desviando hacia los mercados financieros, en un proceso de desintermediación financiera creciente, mientras que nuevos operadores -las fintech- han irrumpido en el sistema, incrementando la competencia. Pero lo peor está por llegar, porque las grandes empresas tecnológicas y de telecomunicaciones, como Facebook, Amazon, Apple u Orange, están empujando ya la puerta.

Además, el contexto en el que los bancos tradicionales tienen que desarrollar su actividad no les favorece. La política monetaria, que por un lado les salva pero que por otro les ahoga, está extendiendose demasiado en el tiempo y su fin no parece vislumbrarse. Por si todo esto fuera poco, la normativa que han de cumplir se ha vuelto mucho más rigurosa, y el pasado -el deterioro de activos sufrido por la crisis y la pérdida de la confianza de los clientes- aún les pesa.

Con estas circunstancias, la rentabilidad que presenta la banca europea y española está tan baja que compromete su viabilidad a medio y largo plazo. Rentabilidad, solvencia y liquidez son variables estrechamente unidas y la deficiencia grave de alguna de ellas puede precipitar la rápida caída de un banco. A pesar de que el ROE (la rentabilidad sobre los recursos propios) ha aumentado del 3,2% al 5,7% en estos últimos años, en 17 de los 28 países de la Unión Europea está por debajo de lo que debería ser el mínimo, el 8%. Y, por tener una referencia, el ROE de la banca americana es el doble que el de la europea. Las cotizaciones de las acciones bancarias así lo reflejan. El valor de mercado supone sólo en torno al 0,7% de su valor contable, lo que refleja con claridad que los inversores le auguran un mal futuro a la banca.

Por otra parte, la crisis financiera obligó al sector público a dar un paso adelante y rescatar a su banca. De un lado, en 2008, los Estados asumieron ser los garantes últimos de los depósitos bancarios: primero elevaron de 20.000 a 50.000 euros el importe garantizado; y en pocos meses más, hasta 100.000 euros. De otro lado, también el Banco Central Europeo acudió en su ayuda cuando estalló la crisis, proporcionándoles la financiación que necesitaban al fallar el mercado interbancario. Una vez instaurada, la vuelta atrás de esta dependencia de la banca respecto al sector público se antoja imposible, y conlleva el peligro constante de que se desaten bucles diabólicos entre el riesgo soberano y el riesgo bancario, no sólo por la tenencia de bonos soberanos de la banca, sino por la desconfianza que ofrecen países débiles y endeudados para poder respaldar y proteger los pasivos bancarios. La solución para darle solidez al sistema, la creación de la Unión Bancaria Europea, está llena de conflictos, con los distintos Estados enredados en la cuestión de si debería ser antes reducir riesgos o compartirlos.

Para el futuro resultará clave tanto el ritmo de crecimiento económico, lo que condicionará la evolución de la política monetaria (y ya sabemos cómo en estos momentos la tendencia apunta a una reducción del ya modesto crecimiento actual), como la rapidez con la que las “bigtechs” y las “telecos” penetren, además de en la provisión de medios de pagos, en el negocio de los préstamos. También influirá la dinámica con la que se consiga concluir la Unión Bancaria. La menor o mayor crudeza con la que se presenten estos factores conducirá a que el sistema financiero experimente una evolución o, por el contrario, se produzca una auténtica revolución hacia un mundo financiero completamente diferente.

Las posibilidades de una evolución más o menos ordenada pasan por la capacidad que tengan los bancos tradicionales para adaptarse a las nuevas exigencias tecnológicas, su conversión en entidades totalmente digitalizadas, el establecimiento de alianzas con sus competidores “bigtechs” y “fintechs” u otras fórmulas que les permitan dar mejores servicios con menores costes. Todo un ecosistema financiero en el que la banca tiene el riesgo de perder en gran medida el eslabón más valioso de la cadena de valor: la relación con el cliente.

También cabe la posibilidad de que se entre en un periodo de cambios revolucionarios. No puede descartarse que asistamos a una nueva ola de nacionalizaciones de entidades bancarias (por la anterior crisis fueron 60 los grupos bancarios nacionalizados en la eurozona) incapaces de seguir desempeñando su labor sin la garantía plena de los Estados. Ni tampoco que termine desapareciendo el modelo de intermediación bancaria, con la separación total de sus dos actividades básicas: el mantenimiento de depósitos y la concesión de préstamos. A favor de esta última posibilidad también inciden las preocupaciones de los bancos centrales por recuperar el poder de creación de dinero, que ahora tiene en gran medida la banca y que se aumentará con la tendencia a la desaparición del dinero físico.

En ese nuevo modelo, la actividad de concesión de préstamos podría llevarse a cabo por entidades totalmente privadas, mientras que la de mantenimiento de depósitos podría ser gestionada tanto por entidades públicas como privadas. La entidad básica en el caso de la gestión pública podría ser el BCE, que admitiría depósitos tanto de particulares como empresas e instituciones, mediante la emisión “de dinero digital soberano”. Una posibilidad para la  gestión privada es el modelo estadounidense de “The Narrow Bank” (“La Banca Estrecha”), de plena actualidad. La Reserva Federal se resiste a autorizarlo de forma plena, porque se da la paradoja que implantar este modelo de negocio -total seguridad a los depósitos- puede desencadenar una gran inestabilidad financiera, por el impacto negativo que tendría en las entidades bancarias tradicionales.