Francisco J. Ferraro
Diario de Sevilla
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La crisis económica está haciendo mella en la calidad de vida de todos los sectores sociales, si bien lo más lacerante es el deterioro de los de menor renta y, entre éstos, de los que se encuentran en riesgo de exclusión social. Según el INE, el 21,1% de la población se encontraba en 2012 por debajo del umbral de pobreza en España, y en Andalucía el 31,7%. Es cierto que el umbral de la pobreza (60% de la renta mediana) no equivale a la miseria y que en nuestro país no es imaginable muertes masivas por inanición, pero la atención el pasado año a 1,5 millones de personas por los bancos de alimentos o los crecientes casos de niños con una comida al día, son suficientemente indicativos de los riesgos de exclusión social.
En este contexto, si bien está siendo extraordinaria la solidaridad de los españoles a través de ONG e instituciones caritativas, comparto la oportunidad de que los poderes públicos asuman como tarea prioritaria la lucha contra la exclusión social, y no sólo como expresión de valores morales ampliamente compartidos, sino también como seguro de estabilidad del conjunto de la sociedad.
La Junta de Andalucía aprobó recientemente el decreto-ley 7/2013 contra la exclusión social, que incluye a) un Plan Extraordinario de Acción Social, conformado por un Programa de Ayudas a la Contratación para parados de más de un año y con menos de 800 euros de ingresos familiares y un plan de refuerzo a la ayuda a domicilio; y b) la creación de una Red y un Plan Extraordinario de Solidaridad y Garantía Alimentaria, que incluyen la atención alimentaria en centros escolares, escuelas de verano, comedores de día y ayudas a domicilio. Este conjunto de actuaciones tiene un presupuesto de 120 millones de euros, de los que 76 ya estaban contemplados en el presupuesto de este año, y los 44 millones de aportación adicional se destinarán al Ingreso Mínimo de Solidaridad, que el año pasado lo pidieron 55.440 andaluces y cuya demanda se espera que aumente este año.
A pesar de sus buenas intenciones, la iniciativa ha sido recibida de forma crítica, no sólo por la oposición política, sino también por los sindicatos y ONG, como la Asociación Pro Derechos Humanos de Andalucía, Andalucía Acoge o Cáritas. Esta última lamenta que el proyecto no haya sido discutido previamente con las organizaciones sociales que están trabajando con personas necesitadas, y porque discrepa que los ayuntamientos sean las instituciones más adecuadas para decidir las personas con derecho a recibir ayudas, mientras que Andalucía Acoge estima que no se garantizan los derechos que la normativa estatal reconoce a las personas inmigrantes. Pero las críticas más comunes se refieren a la escasa dotación presupuestaria (el Partido Popular reduce a 76 millones el presupuesto, y además considera que son un trasvase de otras partidas presupuestarias) y a que estas medidas se «hacen más pensando en el impacto mediático que en el efecto positivo en las personas» (Francisco Carbonero, CCOO), lo que viene avalado por la amplia repercusión política del anterior decreto sobre las viviendas y por lo expresado por Diego Valderas el pasado 19 de abril, que identificaba la iniciativa como «un elemento de ofensiva en el conjunto del Estado».
Independientemente de estas consideraciones, si bien he señalado la oportunidad de las políticas contra la exclusión social, no por ello se deben de obviar sus riesgos. Las políticas sociales no tienen los mismos efectos en espacios diferentes, pues dependen de sus instituciones; es decir, de las regulaciones, el respeto a las mismas, la conformación de las instituciones públicas o los valores sociales dominantes, y la aplicación de estas políticas puede generar incentivos perversos, que cuestionen su oportunidad. En Andalucía tenemos ejemplos de desviación de los beneficios de estas políticas en el subsidio agrario, la prestación por desempleo o los ERE, y del desincentivo al esfuerzo que propicia el acomodamiento de muchas personas con rentas de subsistencia gracias a ayudas sociales y algún ingreso esporádico de actividades de la economía sumergida; acomodamiento que se ha manifestado en el freno a la movilidad geográfica que impide el ajuste del mercado de trabajo, y que se ha experimentado de forma nítida años atrás cuando era compatible la existencia de tasas de paro superiores al 15% de la población activa con la inexistencia de oferta de mano de obra andaluza para la agricultura intensiva de Almería o Huelva u otros trabajos realizados por inmigrantes. Además, los costes de gestión de estas políticas son elevados, y existen numerosos ejemplos de clientelismo en su aplicación.
A pesar de las críticas e inconvenientes referidos, el gobierno regional debe perseverar en la lucha contra exclusión social, aunque con presupuestos no simbólicos y adoptando precauciones para limitar los incentivos negativos que su aplicación pueda generar.